Estuve donde me tocaba estar...

Ya nos vemos la semana que viene abuelo, creo que salimos el día viernes esta semana así que vendré a verte saliendo de la Escuela – le dije apretándole la mano y él me respondía con el mismo gesto puesto que ya casi no podía hablar.

Me despedí de él desde el umbral de la puerta de su frio cuarto del hospital naval, le hice el saludo militar mientras el brazo automático de la puerta iba bloqueando mi visión en esta última imagen que tendría de él.

– Hasta luego hijito – dijo con un esfuerzo sobrehumano despidiéndose de mí la persona que yo había querido como un padre.

El dolor lo consumía y sabía perfectamente que no volvería a verlo con vida, no podía estar con él en sus últimas horas por más que quisiera, había adquirido un compromiso con la Marina y tenía claro que debía cumplirlo por más que mis deseos personales pugnaran por presentar batalla y rebelarse a un sistema militar que por naturaleza es poco flexible, vertical y al que uno voluntariamente se somete a cumplir y respetar.

2 días después, cuando acababa de regresar al edificio de cadetes luego de la hora de deportes, a las 1800 horas, mi nombre resonaba por los parlantes de las 4 plantas del edificio, diciendo que debía presentarme al oficial de año inmediatamente.

Ya estaba claro para que me llamaban, mi abuelo había fallecido.

Mi vida empezaba a lidiar con las ausencias y vacíos infinitos que generan estas partidas de personas que marcaban mis años, y la primera de ellas, de primera mano, me dejó una fabulosa frustración porque cualquier persona tiene derecho a estar en las últimas horas acompañando a un ser querido, pero yo para es entonces ya no era cualquier persona, era miembro de la Marina de Guerra.

Me dieron permiso para asistir al velorio en el hospital naval y el entierro en el cementerio Británico, para mí en ese momento, ya era cómo darme una indulgencia tardía porque ya se había ido

Esa era mi primera prueba de carácter y vaya que dolió, de hecho hasta ahora me genera una sensación agridulce en el espíritu.

Sin embargo luego, con el pasar del tiempo, sabio juez que suaviza toda inflamada sensación momentánea y la vuelve tenue brisa que uno apenas percibe al andar, comprendí que todo tiene una razón de ser y era tal como tenía que pasar.

Pero esta no sería la única vez que en ese periodo de internamiento en la escuela que la Marina probaría mi entereza y moldearía mi carácter.

 

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– Cadete de 3er año T., Cadete de 3er año P., Cadete de 3er año D., Cadete de 3er año A. presentarse a la prevención – mi apellido entre otros se escuchaba por todo el edificio de cadetes.

 

A partir de que hacía casi un año, me llamaron para darme una noticia funesta, consideré de muy mal presagio que mi nombre sonara en esos parlantes, y esta vez la nueva llamada me lo confirmaría

Cada uno de los llamados, yo incluido, fuimos llegando apenas escuchamos nuestros apellidos, a la “prevención Grau”, una especie de caseta en en centro del edificio desde donde se dominaban los accesos principales, y nos dijeron que debíamos presentarnos a la oficina de nuestro oficial de año, cosa que así hicimos en ese instante.

– Señores, los he mandado llamar para comunicarles que el Teniente Segundo Raúl Riboty y el Teniente Segundo Juan Jordán han fallecido en una emboscada en la zona de emergencia, vayan a sus camarotes, cámbiense con uniforme 1A y se presentan a las 1900 en la prevención Grau, una movilidad los espera para llevarlos al velatorio que se realiza en el hospital naval –

Nos llamaban porque ellos eran los cadetes tutores que nos asignaron cuando entramos a la escuela naval, aquellos que nos guiaron en ese trance complicado y difícil del primer año que representaba el tránsito de la vida civil a la militar, y que en algunos casos, al menos en el mío, generaban la primera amistad sincera que uno creaba con alguien de un de año superior dentro de lo que la jerarquía allí lo permite.

Aun sin poder asimilar la magnitud de la noticia, me cambié lo más rápido que pude y me presenté para embarcarnos en el bus que nos llevaría a una comisión que no se la hubiera deseado a nadie.

Dentro del bus, cruzamos pocas palabras entre nosotros, cada uno en su mundo y yo al menos tenía un caos interno intentando descifrar el porqué, el cómo o los tortuosos “si hubiera”, entramos al hospital con alguna dificultad por la cantidad de vehículos en la tranquera de acceso y recuerdo que no había lugar donde estacionar así que el bus sobre paró en medio de la pista para dejarnos lo más cerca a la iglesia, primera edificación que se muestra desde el ingreso y donde en uno de sus espacios laterales se desarrollaba ese acto.

La noche oscura de invierno ya cubría todo y la sentía como un frío velo de luto en el alma.

Recién al descender del bus y ver tanta gente uniformada ingresando al velatorio me di cuenta que mi “patrón”, como se les decía de cariño, el buen Raúl, se había ido para siempre.

Lo había visto unos pocos meses antes en la escuela para no sé qué trámites suyos, “!ese es mi perrazo carajo, estudia para que no te jalen, que quiero verte en la escuadra!” me dijo aquella última vez que lo vi con cierto orgullo reflejado en una sonrisa que, para ser sincero el primer día cuando me presenté en la interminable formación de los cadetes de 4to año, me inspiró cierto miedo porque parecía una suerte de villano de película, cuando era absolutamente lo contrario, una persona extraordinaria, además de un gran amigo.

Ingresamos al velatorio y conté 13 féretros, cosa que por lo poco que nos habían dicho, desconocía la cantidad de Marinos caídos junto con él, las escenas de dolor y llanto que resonaban dentro de las paredes del salón adaptado para ese infausto acto, eran atroces, recuerdo del que hasta ahora no me puedo desprender.

Con frecuencia el idioma queda inútil para traducir emociones en palabras, sin embargo tristeza, rabia, impotencia, pena pueden ser lo que en algo se acerca ese cúmulo de sensaciones que me asaltaron al acercarme a donde estaba Raúl y fue ahí que de inmediato me abordó una que resumía todas aquellas, soy marino y esto no le debería pasar a nadie más, la sensación de que tenía que hacer algo, que tenía que ayudar desde donde fuera y para eso estaba en esa organización.

Aquello no iba a acabar pronto así que de seguro el destino me pondría allá donde ellos cayeron y años después así fue, como piloto pasé innumerables veces por aquel infame lugar donde estos valientes dejaron todo para salvar al resto, para darle paz a los que venían, a los que hoy no lo saben, a los que no los recuerdan, incluso a los que nos critican, que por ellos, estos hombres y muchos más entregarían su mortal existencia.

Esa interminable noche, y como todo, también acaba, nos regresaron a la escuela, fuimos a su entierro al día siguiente en el cementerio donde por designios de la providencia, él reposa a pocos metros de donde se encuentra mi abuelo.

Cada vez que he ido a ver a mi abuelo, me doy una vuelta para saludar a Raúl, en donde siempre mi madre en sus visitas también pasa a dejarle una rosa porque nosotros no lo olvidamos.

Con estas dos perdidas tan cercanas en menos de 1 año, la Marina de guerra de algún modo estaba haciendo que mi carácter fuera esculpido con el cincel de sentidas ausencias. Demostrándome que todo, por más doloroso que fuera, pasa por algo, que he estado y estoy donde tenía que estar, no donde hubiera preferido, porque la cadena de eventos también tiene su razón de ser y a cada uno le toca la suya y en el temple propio reside la fortaleza para hacer que se le saque provecho o dejar que uno se hunda.