Los 5 sentidos de la nostalgia

Hay sensaciones que disparan, como un acto reflejo, recuerdos que uno cree dormidos en un letargo casi mortal, sin embargo ahí están.

Los recuerdos para mí son esas imágenes mentales que uno nunca logra someter al antojo y que asaltan de súbito cuando menos se les espera.

Por ejemplo puedo ver mil películas sobre la Marina y sí, me identifico, pero no van más allá de una sonrisa cómplice asociada a la pura anécdota y el flashback de alguna que otra situación similar en cierta escena, sin embargo ayer ocurrieron casi en simultaneo dos cosas de difícil traducción al blanco y negro que osadamente intentaré describir.

Mientras esperaba que arranquen el motor de mi auto, por las fallas de un periodo sin uso, la fucking batería descargada, miraba sin prestar mayor importancia (ya que como a menudo sucede, estamos absortos en nuestros pensamientos mientras pasan por delante mil imágenes, incluyo a las personas que me hablan y que aun mirándolas ni caso les hago, muy mal de mi parte lo reconozco) un video de 40 segundos donde se oían las turbinas de un helicóptero poniéndose en marcha y casi al mismo instante a la reproducción de ese video, se desprendía un olor a aceite por la combustion del motor del auto, ellos dispararon una vorágine de recuerdos que me encerraron sin chance al escape, dentro de una capsula atemporal donde automáticamente me trasladé a mi primer vuelo, metido en la cabina de la primera aeronave de Instrucción en la que estuve, el avión T- 34 C, conocido como el “Charlie”, sumada a la sensación en mi pulgar de presionar aquel minúsculo botón gris del helicóptero modelo SH3D que era capaz de generar 1250 caballos de fuerza en unas turbinas que podían llevar al aire a más de 20 personas.

 

Y es aquí donde me puse a reflexionar sobre todas aquellas cosas que guardo celosamente como si parte de mi vida se fuera a diluir en caso dejaran de existir esos objetos.

Por ejemplo mi espada de oficial (no me jodan, quien no guarda su espada) colgada en un lugar preferencial de mi casa, mis diplomas (hasta el del cruce de la línea ecuatorial con mi ridículo sobrenombre incluido), un overol de vuelo, mi uniforme blanco, el smoking que nunca usé porque como bisoño y desconocido teniente nunca fui invitado a la única fiesta en la que se usó ( tampoco tenía con quien ir, pero como dice el chavo “al cabo que ni quería”) mis manuales de vuelo, un poema de la que fue mi novia en la escuela, alguna que otra carta, una mesa de noche con un cajón lleno en el que creo que está media vida mía dentro.

En todo caso, yéndome al lado contrario del acumulador compulsivo de memorias, tengo colegas que ni bien salieron del servicio activo, dejaron atrás aquellas cosas que no iban a utilizar y se deshicieron de todo, sin embargo viven con el mismo fervor la sensación de pertenencia que yo, lo que llevó a darme cuenta que no eran los objetos los que potenciaban ese trance, puesto que al desaparecerlas su efecto en ellos no se diluyó sino que probablemente representan la orden directa a mi mente para que por unos segundos deje su mundo real y tangible volcándose al mundo de los recuerdos.

Del memorable instante en donde estaba sentado dentro de la cabina del primer avión en el que me quedó grabado ese olor característico a combustión y aceite, pasé, no sé por qué requiebros absurdos de la mente, a mi guardia en la sala de máquinas de las bombas Mansel del Buque “Independencia”, en donde la misión “fundamental e imprescindible” para el crucero era la de lubricar los cojinetes del eje durante 8 horas, es decir “para que no hueveen los cadetes invéntenles algo que hacer” y con una pequeña jarra echábamos de vez en cuando algo de aceite en ese gigantesco eje que desplazaba toneladas de hierro y cientos de almas, que vomitaba un intenso olor del metal trabajando para mover la hélice a altas temperaturas, penetrante hasta la médula.

Uno tiene más de 70,000 pensamientos al día en promedio, sabe Dios cuantos son racionales y cuantos, como ese, se mezclan con la nostalgia de vivencias tan potentes en mi mente como extintas en mi vida real.

Ese buque no existe más y aquel cadete o joven oficial que yo traía a la vida en mis recuerdos tampoco.

El olfato es el sentido que se encuentra más cercano del hipocampo, una de las estructuras cerebrales responsables de la memoria y también conectado al sistema límbico, centro emotivo del cerebro, por ello es el más rápido de activarse cuando de recuerdos se trata, sin embargo y a pesar de esa explicación científica, al micro segundo de oír en el video del helicóptero, el agudo ruido de la combustión junto con el flujo de aire que despide la turbina sacándola de la inercia y que causa el movimiento de las hélices, tuvo casi la misma efectividad en crearme sensaciones indescriptibles como el olfato hizo.

Que poderoso agente llevamos encima capaz de crear la magia de trasladarnos, incluso generando las mismas sensaciones físicas de aquellos tiempos, a lugares que ya no existen, incluso poniéndonos al lado de personas que ya no están.

De todo llegué a concluir que en este caso no eran los objetos, olores, aromas, sonidos, sabores, texturas o imágenes, los que nos embarcan de nuevo a los lugares de la marina en la que servimos, a la que le dimos el más valioso bien que tenemos, el tiempo, sino que es nuestra insondable mente, la cual debemos seguir cultivando cada día, la que nos mantiene en todo momento siendo lo que siempre hemos sido, Marinos de toda la vida.